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domingo, 12 de octubre de 2008

La vuelta al pueblo en 80 tropiezos

¿Quién no recordará con ternura aquellas imágenes con Cantinflas que popularizaron las entrañables figuras de Phileas Fogg y su mayordomo Passepartout?

Ya el libro habría hecho mella en la memoria de varias generaciones de jóvenes de todo el mundo. Pero en una España de finales de los 50, en la que buena parte de la población seguía sin acceso libre a la cultura -por falta de medios, por voluntad política y por los altos grados de analfabetismo-, el medio del cine supuso un vehículo alternativo para contar historias como ésta. Y así, a parte el entusiasmo por poder ver a Cantinflas, muchas personas conocieron a estos dos personajes de Julio Verne.

Recuerdo, como si fuera ayer, el ansia febril que se apoderó de mí cuando el barco de vapor se quedó sin carbón en mitad del océano y la carrera, esa empresa quijotesca de afirmación del hombre moderno ingenioso, peligraba fracasar estrepitosamente.

En realidad, cualquier otra cosa daba igual: Si la apuesta era sensata o si nacía del agradecimiento a un reto por acabar con el aburrimiento de la rutina acomodada; si el retraso que había impulsado las últimas "soluciones" se debía a un descontrol emocional pueril que contrastaba enormemente con la fría y calculadora racionalidad del modernismo... Lo único que importaba era si Phileas Fogg encontraba de nuevo una solución imposible a un problema imposible de solucionar. (¡Qué maestría la de Julio Verne al habernos metido en tal encerrona dramática!)

Y recuerdo el alivio sin par cuando el protagonista idea la solución que, como última medida desesperada, podía llevarle hasta el puerto incluso en el tiempo justo.

Por utilizar un símil: El barco es Castilleja de la Cuesta. Quien lo ha alquilado es el gobierno local. Y el rumbo que tomamos es resultado de una apuesta - por un concepto político, se supone; y por una postura ante la vida, igual que lo es (no cabe la menor duda) la de Phileas Fogg.

Las historias al estilo Hollywood no son un invento de la industria del cine estadounidense. Lo que pasa es que la máquina de hacer dinero se ha dado cuenta perfectamente que si cuentas historias de un cierto tipo, las vendes bien y eso genera plusvalías.

Pero parece ser que esta filosofía no se queda ahí, en las historias, sino que ha entrado a saco en nuestra vida y se ha erigido en concepto existencial: El fondo de color rosa.

Cuando haces una apuesta y emprendes el camino, la ruta que te marca tu apuesta, irás a por todas, a ganar. La cuestión estriba en la calidad de la apuesta. En una historia como la de Julio Verne, nadie se cuestiona la verosimilitud en la cadena de acontecimientos. Siguiendo la más pura estela de Marinetti y "su" Futurismo, se hace todo lo que es posible aunque no tenga el más mínimo sentido - particularmente si lleva hacia "adelante". Y la concatenación de los acontecimientos no se establece en función de la idea de partida (de la apuesta inicial), sino siguiendo la lógica inherente de los acontecimientos. En otras palabras: ¡Embárcate en un velero con medio velamen y después que te lleve el viento a donde sople!

La apuesta de este equipo de gobierno no cuestiona aspectos importantes del sistema político y económico en el que vivimos. Es más: yo diría que lo suscriben.

Dentro de esta apuesta y una vez en camino, en realidad da absolutamente igual las decisiones que se vayan tomando. Seguimos el rumbo de la apuesta inicial y nos lleva el viento en su dirección. Que el equipo de gobierno haga un receso en el camino y opte por salvar a la princesa Aouda, sólo es un matiz que impregna a la historia este toque hollywoodiense de caballo ganador en taquilla.

Y así, cuando los miembros del equipo entonan la canción del "Todo para el bien del pueblo", yo no cometeré la estupidez de no creerlo. Pues claro que desde su punto de vista y partida, ellos quieren hacer lo mejor para el pueblo, y se lo creen.

Pero eso no es el problema. Por bonito que suene la apuesta de Phileas Fogg, por emocionante que sea su odisea, por romántica que parezca su arriesgada decisión de salvar a la princesa, y aunque al final (casualmente) gane la apuesta y se quede con la princesa, yo me quedo con la cara de Cantinflas que, al final de la historia, no hace otra cosa que decir: "¡Qué potra has tenido, macho, qué potra!"

A mí personalmente me convencería un Phileas Fogg que, antes de embarcarse en un rumbo que le lleva a quemar su nave, reconsidere su situación, deje al lado su amor propio y su tozudez, y no llegue a quemar el barco en el que pretende llegar a su meta. (O quemar los barcos para evitar la vuelta atrás, que sería otra que ya conocemos.)

Y este equipo de gobierno haría bien en reconsiderar su postura antes de tener que verse en la situación de quemar el pueblo para demostrar que su teoría para llevarlo adelante era la correcta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Dama Republicana, lo siento pèro no entiendo a donde quieres llegar con este último escrito.
Me gustaría que fueras un poco mas clar@ para así saber si estoy de acuerdo o discrepo en algo.
Gracias